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sábado, 11 de agosto de 2012

Logorista - Shalot I


Abro los ojos. Una oscuridad aún más profunda que la de mi inconsciencia anega el mundo que me rodea. Un hedor terrible y penetrante llena mis poderosos pulmones de aire frío.
Reteniendo apenas las arcadas, penetro en las tinieblas, adelantando pasos inseguros sobre huesos mohosos y masas informes y húmedas.
Tropezando, tratando con dificultad de distinguir muro, techo, suelo y banco de piedra, sigo tanteando las pegajosas superficies del osario que me ve nacer.
Hasta que una luz que no es luz sino acaso una penumbra menos indolente que ésta riega mis ojos negros.
Asciendo, ávido, por una escalinata sobre cuyo final se extiende todo el poderío del firmamento y los astros sobre él y puede ver por primera vez mi joven alma el siniestro reino de la noche iluminado por la inocente luz plateada de una luna sin nombre.
Y recuerdo.
Me llamo Avaron Tanatarca.
Soy la sombra de toda forma de luz.
Soy el hálito de la noche.
Aquel por quien los Etéreos lloran sangre.
Adalid de las Tres Casas, Celador de todo paso a la Llanura de Sombras.
Voz de la Oscuridad.
Por mí danzan los Errantes y por mí arden los desiertos. Por mí yacen las columnas de piedra y se hunden los abismos de las ciudades de la Noche.

Pierdo el aliento. En mi agitación, una mano busca un objeto desaparecido junto a mi cintura. Me calmo rápidamente. Cierro los ojos con fuerza para intentar paliar el dolor que atraviesa mi pecho. Intento recobrar la compostura, respiro hondo; con una mano presionando el tenso vendaje sobre el corazón, trato de levantarme sin resultado. De nuevo me calmo y dejo que la angustia pase. Porque es angustia lo que ha traído este sueño, ¿verdad? ¿O era otra cosa? Aún con los ojos cerrados, pongo en orden mis pensamientos, pero mi interior semeja un turbulento y frenético batán convertido en infernal máquina de torturas. La comparación me resulta pintoresca, pero el humor tampoco ayuda a esclarecer nada. Imágenes. De nuevo, por tercera mañana consecutiva, trato de centrarme en las imágenes que algún demonio ha puesto dentro de mí durante la noche... pero no encuentro nada salvo una inerte masa, como una forma de luz o de materia que no es una cosa ni otro sino solamente caos primigenio y sin forma.
Abro los ojos. Un fulgor blanquecino ilumina el pequeño espacio. El frescor apenas húmedo inunda la tienda, aliándose de alguna forma con esa luz etérea y con las animadas voces que me rodean. Una perceptible brisa agita levemente la tela blanca que cubre la entrada a la tienda; entre sus pliegues se adivina el más puro verde que han visto jamás mis ojos. Vuelvo los ojos al pequeño objeto metálico que me devuelve su brillo desde mi pecho. Lo cojo entre las manos y hundo la mirada en sus inscripciones, como tantas veces he hecho ya en estos días.

~ Avaron Anthrop ~
Logorista de Segundo Grado
Capitán al servicio del 14º Regimiento,
Armada Eīmier

Siento retornar la oleada de nebulosa emoción. Vuelvo a verme tendido, maltrecho, rodeado de vísceras malolientes, sangre coagulada y barro frío. Vuelvo a contemplar la silueta de mis manos recortadas contra el cielo plomizo sosteniendo, como ahora, la pequeña placa de acero, la liviana cadena enroscada en mis manos sucias, entornando los ojos con dificultad, leyendo las líneas y...
-¡Señor! -truena una voz.
La luz que rodea la tienda tiene ahora una enorme mácula en forma de una alta silueta oscura proyectada en la ligera tela, firme y recta figura.
-¿Sí? -acierto a preguntar.
-Señor. Se presenta el Teniente Welrus, señor. ¿Se encuentra dispuesto, señor?
Durante un instante mi mente vaga inexcusablemente entre esa silueta negra que espera junto a la entrada y el destello de una imagen extraña que no pertenece ni a sueño ni a recuerdo -sí, sí, claro, Teniente. En condiciones.
-Señor -continúa tras una breve pausa-. Le esperan en la tienda del Suetarca, señor.
Tan rápido como ha aparecido, la sombra se retira a algún punto más allá de esta luz. Aún siento el peso del sopor sobre mí; algún género de debilidad que atenaza las costillas, ahondando el dolor de la herida sin cicatrizar, que anquilosa las articulaciones de las piernas, que adormece los dedos y mantiene un indefinido manto de bruma ante mis ojos.
Me entrego, en fin, a un momento de reflexión. De vacío, en realidad. Me recuesto sobre la dura camilla, cierro los ojos y acomodo la espalda, tensando y relajando cada músculo de mi cuerpo y preparándome mentalmente para no sé muy bien qué.
Veo cernirse rápidamente sobre mí todo el cansancio de una legión de hombres derrotados. Pero ahora, precisamente... ahora veo algo que no puedo ver de ninguna forma, como se presiente el amanecer aun en los últimos retazos de la más negra noche. Antes de, lo admito, pasar ninguna criba racional, antes de haber podido analizar con calma el alcance de mi confusión, sonrío. Sonrío al fresco techo de tela, a la mañana que se alza sobre él y al astro que caldea rápidamente las lomas.
En sólo tres días he pasado de la más inmóvil agonía a una jovialidad casi mórbida, pero no me paro a pensar demasiado en ello mientras aprieto los cordeles de las altas botas de cuero. Tampoco analizo en profundidad me súbita alegría mientras me encamiso, me ciño el peto de cuero curtido o lo cubro con la bata de lino. Me permito el lujo de silbar una melodía que lleva acompañando mi mente todo este solitario amanecer, mientras me cuelgo al cuello las anterolentes y al hombro el catalejo. Paro de silbar, paro de sonreír de forma tan irracional ahora que salgo al exterior, terminando de ajustarme las pistolas y el sable a la cintura. Guantes prietos de piel y chambergo, paso ligero y rítmico, mirada al frente y aceptar el dolor como la consecuencia lógica que es.
Doscientos cincuenta pasos. La tienda se extiende a los lados como un antiguo tanaceo, formando una elegante curva su techo sostenido por varas inclinadas y sogas. La tela, de un impecable carmesí y estrechas bandas negras. Dos guardias apostados a sendos lados de una entrada sencilla a un sombrío reducto de calma en el centro del ruidoso y caótico devenir del campamento.

No veo una sola mirada de reproche. Saben que el tiempo que me he tomado en vestirme, en ceñirme el sable, atarme las botas y arreglar el sombrero era exactamente el esperado. Pero veo sorpresa en ojos que no he visto desde hace semanas o meses. Igualmente se acercan los seis, de uno en uno, para saludarme.
-Llevo más de una semana esperando conocerle, señor Anthrop -ha comenzado Daeter, como es correspondiente a su naturaleza de Tautarca-. Me alegra ver que su recuperación ha sido más rápida que el tiempo que necesitaban para estimar cuándo despertaría. Es de suponer que ya conoce al resto de congregados -añade haciendo un gesto amplio con la mano. Una breve pausa.
-Agradezco su humildad, mi Tautarca, señor -me quito el sombrero, que un mozo recoge en el acto de mi mano. Inclino levemente la cabeza y continúo-. Pero admito que, aunque los demás presentes me son familiares, no he conocido aún al que ha debido rescatar de la tempestad a nuestros infantes. Mi Suetarca, señor -me inclino brevemente ante el adusto personaje de pelirroja perilla, lacio y escaso cabello, ojos grises, labios rígidos-. Mi Suetarca -añado inclinándome de nuevo ante el honorable oficial de ojos negros y pequeños, hundidos en un cráneo de ángulos agudos y sin cabello.
Uno me devuelve una mirada que no puede ser más fría por no semejar más al hielo de las cumbres del Auskor; el otro, el amago de una sonrisa y un asentimiento sencillo.
Rápido tiendo mi mano a Leukes, Logorista de Primer Grado. Su barba parece ahora más blanca, espesa y larga, ojos nublados por la inevitable decrepitud, postura firme, manos débiles que devuelven el apretón con premura. En silencio tiendo la mano también a un Logorista de Segundo Grado al que no tengo empeño en recordar. Su escrupulosa mirada, aviesa y calculadora, parece querer estrellarse contra la mía. La irracionalidad de su estúpida codicia me provoca más arcadas en tanto su yo se hace más grande como una burbuja de óleo negro. Por último me estrecha la mano Thariel, compañero de grado, de experiencias, de sabiduría, de sangre. Siempre preclaro, siempre sonriente. Ahora luce una corta barba negra que enmarca unos ojos verdes llenos de vida y de preguntas. Alto, manos grandes y fuertes, cuello estrecho y largo, mandíbula recta, sus ojos me interrogan perentoriamente bajo unas cejas finas y arqueadas.
-Por favor, caballeros -el Tautarca nos invita a todos, con ademán regio, a acudir a los asientos de cedro y cuero; dispuestos alrededor de una mesa redonda de cerca de tres codos de diámetro. Un aprendiz trae agua fresca en estrechos boles de madera para todos.
Bebemos en calma. La tela no filtra totalmente el ruido continuo del exterior, los martilleos, los gritos, el ruido de arrastre. Soy el último en dejar el bol, seco, sobre la superficie pulida. Dejo pasear la mirada por la fina marquetería, de dibujos geométricos, de gran contraste.
-En primer lugar -comienza Daeter. Su porte se relaja, sus manos enguantadas descansan en su regazo y su mandíbula se alza-, he de agradecerle, Gael, su presencia. Su ofrecimiento me es altamente grato -el aludido sacude la cabeza levemente en señal de respetuosa desaprobación. El silencio a continuación es breve-. La situación es crítica, bien lo sabemos todos. Exige de todos nosotros la máxima discreción, disposición y entrega. La Causa se ve representada en estas semanas en el comportamiento que estamos demostrando a orillas del Auskor en estos tramos. No les estoy hablando de factores estratégicos o de carácter logístico. Es la Causa en sí la que deviene en cada acción, en cada decisión. La Federación ha intentado evitar a toda costa este enfrentamiento abierto, deliberado y brutal, pero la dinámica de los acontecimientos no ha podido ser prevista con el suficiente... margen de seguridad -un leve movimiento de cabeza me ha indicado lo que al menos yo veo claramente como una señal de exasperante reproche. No así su voz ha delatado nada en tal sentido. No veo en los cuerpos de los Logoristas la menor señal-. Sé que lo saben, pero insistiré en estos puntos igualmente para mejor esclarecer mis conclusiones.
»Hoy es el día catorce de Abril, cierto. La confrontación fatal tuvo lugar la tarde del día 6. La batalla marchó bien mientras el curso de los sucesos permanecía dentro de los valores predichos. Éstos incluían aun la posibilidad, más tarde corroborada, de que se llevara hasta el lugar un equipo de largo alcance experimental y aún catastróficamente rudimentario para tratar de contrarrestar los equipos de arcabuceros de los batallones del Coronel Laese y Froud. La bondad de este acierto ha sido bien aplacada por el inexcusable error de no predecir el retorno a la táctica del Herrero. Pero obviemos este hecho; contábamos con la impecable experiencia del Suetarca Hanz. Él supo enmendar ese error a tiempo y bajo el mínimo coste en términos humanos.
»Hablemos ahora del incidente en sí. Hora aproximada del ocaso. Bien encauzada, la batalla seguía siendo desfavorable hacia el Decimocuarto si nos referimos a los números mas los cálculos ofrecían la medianoche como la hora de la victoria definitiva. Los detalles de nuestra táctica, conocidos, ya no son relevantes. Los hechos -dice con un trémulo susurro. Los martilleos, incesantes. Las voces de los soldados semejan más oscuros murmullos que banales conversaciones-. Al caer el Sol cayeron varios oficiales. Todos en un rango de tiempo insólito por lo estrecho. Siete capitanes y los cuatro coroneles del Decimocuarto. Ignoro si merece o no la pena prestar atención a los comentarios que respecto a estas muertes han pronunciado algunos supuestos testigos, ése no es asunto de mi incumbencia realmente.
-¿Lo dice porque eran oficiales de menor grado? -interrumpe dolorosamente Gael con voz grave y melódica-. Porque sí prestará atención a la caída de Hanz, ¿verdad?
-No exactamente. Hablo en tal sentido por puro pragmatismo. Era una tarde nublada, de pronto y rápido crepúsculo. No puedo jurar ni lo haré por cuanto un infante dolorido, cansado y asustado crea ver en ese hora de brujas en esa tarde demoníaca.
-De acuerdo. Disculpe la indiscreción -la breve pausa consecuente resulta dolorosa. Demasiadas pausas breves, pausas breves por doquier. Me angustia percatarme de mi sutil cambio de postura, del sudor de mis manos, de la sequedad de mi garganta, en fin, de mi incomodidad, de la molestia de la herida en el pecho y el escozor de los ojos.
-Como decía, los Coroneles Mörs, Laese, Froud y Meitte cayeron en circunstancias sin esclarecer, a la vez que siete de los capitanes y probablemente algún suboficial. Creo difícil y árido investigar ese último asunto concreto. En este punto, el Suetarca Hanz estaba avanzando lentamente hacia el centro de una de las formaciones del flanco norte enemigas, junto a la columna de caballería que dirigía a tal efecto. Junto a él cabalgaba el Capitán Avaron Anthrop, requerido en esa situación por su conocimiento relativo a las formaciones de caballeros de armas y los pormenores de sus habilidades de defensa así como la estructura de sus armaduras. Su misión concreta era localizar y neutralizar todo oficial de la Falange Imperial a su alcance y continuar hacia abajo. De la protección personal de Hanz estaban al cargo el Coronel Meitte y Maese Darian. Maese Darian falleció, como sabrán, poco después de iniciarse la carga, una media hora antes del ocaso. El Coronel Meitte, como el resto -y otra pausa. El silencio cargado de ruido de fondo me abruma y me origina una vaga desazón agobiante y mórbida. Los murmullos cargan el aire de una especie de atmósfera febril y gris que...
»Capitán Avaron -interpeló amablemente, alzando las palmas abiertas, enguantadas, hacia mí. En sus labios pálidos una media sonrisa-. Con su venia, le solicito que acceda a poner en común todo lo que sabe acerca de lo que sucedió. Usted lo podrá relatar mejor que nadie. Para bien o para mal, lo vivió mejor que nadie -no veo ironía en su mirada. Acaso compasión. Un escalofrío salvaje me recorre la espalda; nadie se percata de nada, pero yo sí me percato de sus miradas de analíticas pupilas fulgurando con el hedor de la curiosidad vomitiva y... respiro hondamente. Parpadeo con más lentitud para no tener que cerrar los ojos por completo.
Por los Errantes, cómo les voy a contar qué viví y cómo. Cómo, por todos los infiernos, podré jurar que ésa es la verdad. Cómo me atrevería yo, Logorista de Segundo Grado, a romper todos mis juramentos con un acto tal de soberbia y de ignorancia. Cómo podré contarles lo que he visto si hasta hace exactamente tres días no he sido capaz de recordar nada de lo que haya visto desde el día en que nací hasta el momento en que leí las palabras grabadas en mi chapa de identificación...

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