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viernes, 7 de noviembre de 2014

I

Para Esther,
Mi noche y mis estrellas...




"En este hálito frío,
desde la escarcha,
dice la lombriz:
‘Decrepitud y tiempo,
todo es mío.’ "

Ik krig anamit,
  krigelŕa,
engas na wirm:
‘Sherem e keleskeiti,
al ses kjar’

Ne engarit søt krig e kræmen - Lamma-Engarit II



  Al abrir los ojos sólo el cielo negro le saludó. Aquellos ojos brillantes, verdes como la hierba fresca, habían desaparecido tan rápido como la Luna por el horizonte. No quedaba ya sino un recuerdo en la retina, como el breve refulgir de las brasas cuando las cubrió de arena. Era una de las mejores sensaciones que había conocido, la de despertarse tras un sueño reparador, fresco como la mañana, vivo y agitado. Sólo una ojeada a sus pertenencias le desanimó por un instante, o la perplejidad de encontrarse bien descansado tras dormir sobre una roca desnuda con un manto de arpillera como único lujo. Se alejó unos cuantos pasos del terraplén donde se había guarecido para otear el oscuro valle desde el risco. Había acampado a la sombra de un corto pero profundo valle, a medio camino del punto más alto de la ladera oriental. Sólo el vago brillo de las tranquilas aguas del río, allá abajo, era testigo de su existencia. La oscuridad, por otra parte, era casi total, tal como la calma y el silencio.
  Cerró los ojos de nuevo, centrándose por completo en su respiración y en la insistente aparición de esa mirada. No había soñado con ella una sola vez durante el breve matrimonio, pero ni una sola noche había conseguido librarse de su presencia, imaginada o soñada. Al principio, hacía ya suficientes años como para perder la cuenta de ellos, se le aparecía completa, contundente, real. Su gracioso andar, las curvas de sus hombros, su sonrisa ácida, puntiaguda. Pero conforme su dolor se difuminaba como un bote de tinta en el océano, su recuerdo también lo hacía. La calidez de su presencia nocturna lo animaba en las jornadas más duras, pero la frialdad de su recuerdo desvaído tornó la congoja en la clase de dureza por la que se había ganado su profesión. Sus visitas nocturnas se desdibujaron hasta configurar un solo fantasma recurrente, el de sus ojos. No podía, aunque por todos los dioses que lo intentaba, recordar con firmeza un solo aspecto más de su figura, de su carácter, de su persona. La dureza de su mirada concentraba todo ese esfuerzo de lucha contra la memoria. Repasó una vez más cada línea de sus párpados pálidos, cada trazo verde incandescente, cada detalle de un cuadro que le gritaba desde su interior. Comprendió que era la última vez que se detendría a contemplar esos ojos. Comprendió que su expresión era de petición, que le reclamaban.
  -Pronto... Siempre pronto -susurró a las estrellas y al valle sombrío.
  Frotó las manos un momento para darse calor, más por ritual que por necesidad. Regresó a donde había pasado la noche y empacó sus pertenencias en un gran macuto de tela. Sin más preámbulos partió hacia el Este, ascendiendo lo que le restaba de ladera del valle en dirección oblicua, siguiendo la estela plateada del río hacia el mar septentrional. Llegó justo a tiempo de contemplar el instante mágico en que de la oscuridad perpetua brotaba como un diminuto germen un atisbo de claridad, el roce de una llama azul tras el muro impenetrable del horizonte. Comenzó a bajar hasta la hondonada que había más allá y ya los dedos rosados del alba comenzaban a cruzar el firmamento, extendiendo la calidez del futuro sobre la desolada región de piedras grises y briznas macilentas. Con la nueva luz de la naciente mañana, vislumbró al fin su objetivo, apenas una mota gris entre una miríada de rocas grises tendidas en la ladera que tenía frente a sí.
  Todos sus intentos por controlar su aliento, su corazón, su andar, comenzaban a quebrarse uno a uno conforme se acercaba a la ignota estructura. Lo que parecía una piedra más desde la distancia, aparecía ahora como un sutil arco bajo de piedras talladas, apoyado en una columna de una sola pieza grabada con desgastados glifos y figuras circulares. El viento y la escarcha de incontables eras habían erosionado las piezas hasta hacerlas difícilmente indistinguibles del entorno excepto por la negrura que escondían, evidenciada ahora por la pálida mañana. El arco daba entrada a un pasadizo de piedra basta y húmeda que corría a esconderse en la negrura de lo desconocido.
  Acababa de darse cuenta de que había dejado de andar. Un hálito continuo, casi imperceptible, le rodeaba y era absorbido por aquel pozo. Por un instante le pareció vislumbrar una figura en la oscuridad, un brillo mortecino y verdoso, alguna clase de fulgor de origen oscuro.
  Comprendió que tenía miedo. Pero más aún, comprendió que no sabía de qué tenía miedo. Recordó las largas jornadas de caza contra las bestias del bosque de Seizel, las pesquisas sobre los asesinatos de infantes en la capital, la cruenta lucha contra el brujo que aterrorizaba los pueblos de la costa oriental. Intentó recordar el miedo o el asco que removieron sus entrañas en aquellas ocasiones, para tratar de recordar la forma en que los palió.
  Pero lo único que podía acertar recordar era el último día que pasó en la capital. Recordó los panfletos rojos, impresos, volando gráciles desde los balcones de los edificios gubernamentales, bella decoración bajo un cielo azul que brillaba sobre edificios de mármol y metal, sobre tejados de pizarra y chimeneas de latón, sobre pavimentos de arcilla y una masa jovial que reunía aún más colores y brillos en sus ánimos tras la declaración de la independencia. "¡Lucha por la federación!" "¡Libertad a toda costa!" "¡Unión! ¡Razón! ¡Por la Federación!" Las proclamas pasaron rápidas ante sus ojos, junto a la fuerza de las figuras impresas y su estilo sobrio e impactante. Intentó empaparse del candor de esas gentes, compartir su entusiasmo por la lucha, por la entrega, por mantener la razón y el coraje por delante del miedo a ser aplastados por el Imperio Eterno por su flagrante traición.
  Pero no podía. Quizá porque sabía que todos ellos morirían pronto en una guerra genocida, quizá por las palabras del Intendente. "Aquí acaba una era, para ti y para mí tanto como para los demás. Nada volverá a ser igual, pero no es eso lo que me preocupa. Lo que me preocupa es que cuando va a ocurrir un cambio tan drástico, la reacción natural es tener miedo. La Federación no tiene miedo. Debería tenerlo. Gente como tú y como yo tenemos miedo a los cambios, porque sabemos lo que significa; perdemos el control y desconocemos lo que aparecerá frente a nosotros. El miedo a lo desconocido es ancestral porque es necesario. Si tanto saben sobre la Razón, deberían haber sabido mostrar más miedo. Sé que vas a tener miedo. Sí, tú vas a tener miedo, pienses lo que pienses ahora. Pero cuando estés allí, a un instante de sacrificar tu vida por todos nosotros, quizá te venga bien recordar que tu muerte será la última en tener sentido en este milenio."
  -La última en tener sentido -murmuró para sí mientras dejaba la mochila en el suelo, junto a la columna. Extrajo un bulto envuelto en harapos que cabía holgadamente en su mano y se adentró en la oscuridad del túnel en silencio. A cada paso, se sentía más seguro de que estaba entrando en el mismísimo hogar de la Muerte. Un hedor ascendía por las irregulares escaleras, un hedor a humedad, tuétano y oscuridad. La corriente de viento ascendía y descendía con un ritmo lento, intimidante. Las dimensiones del túnel no se podían averiguar por la sonoridad de sus pisadas; la piedra ahogaba sus pasos y la oscuridad le impedía ver nada. Seguía bajando, peldaño a peldaño, hasta que ya no hubo más. Allí se detuvo, expectante. Su corazón, helado. Creía haber muerto para cuando llegara a la primera cámara. En su lugar, la Muerte le prestó el tiempo suficiente para preparar su artefacto.
  Desenvolvió con manos temblorosas los paños que cubrían un artefacto esférico con múltiples piezas mecánicas y receptáculos. Agarró un pequeño pasador con un dedo e inspiró profundamente. Debía asegurarse, asegurarse por completo, de que su objetivo se cumpliría.
  -¡Bestia! ¡Aquí me hallo! -gritó. Su voz ronca tronó por las recónditas cámaras del sepulcro, devolviéndole su fuerza a través de la negrura.
  Con su propio sonido, recobró el coraje justo a tiempo. Sintió una llamarada de odio en su corazón justo después de percibir un sonido más adelante. Un quejido herrumbroso, una inspiración dolorida, un berrido airado y al fin una serie de pasos rápidos que resonaron por la estancia dirigiéndose a él a toda velocidad.
  Creyó ver por última vez los ojos de su amada a pocos centímetros de sus ojos, o eran los destellos verduzcos de unos ojos demacrados y antiguos. "Al fin vuelvo a ti, preciosa", pensó a la vez que tiraba del pasador con ímpetu, activando los mecanismos en rápida sucesión automática. Vivió los suficientes segundos más para percibir, bajo la luz de la explosión, que eran los ojos de la bestia los que le recibieron, unos ojos de ira flamígera, ausencia absoluta de razón, ceguera venida desde el dolor y el sufrimiento.

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